Parece inquebrantable la decisión del presidente Duque de jugársela a fondo por refundar las relaciones entre el Gobierno y el Congreso, permitiendo así por fin que los partidos recuperen su importancia, el Congreso su independencia y los parlamentarios el papel de representar a sus regiones. Se acabó la época en la que el legislativo tenía que obedecer las decisiones del gobierno so pena de no ganar o perder los beneficios que traen las dádivas oficiales. Cada loro en su estaca.
Se extingue pues la aplanadora oficial que se encendía y funcionaba a todo vapor durante el periodo de gobierno, con apenas los trastornos naturales del inconformismo de quienes se sentían maltratados en comparación con sus compañeros de curul. La aplanadora garantizaba las mayorías para las votaciones, definía el orden del día, archivaba proyectos y hasta elaboraba desde los computadores de los Ministerios las ponencias que se firmaban juiciosamente en el Congreso. Por cierto, la mermelada no sólo operaba para garantizar la aprobación de las normas, sino, sobre todo, para perpetuar a la clase política que las recibía, eligiendo primero a sus socios políticos en las elecciones regionales, con cuya mermelada local se garantizaba luego la reelección en el Congreso. Acabar con esta práctica viciosa, el presidente Duque lo tiene claro, es la verdadera reforma a la política.